Vivió hasta hace poco y aseguran que ha muerto… mas como diría el genial “Cantinflas”, en el epitafio que ordenó para sí mismo: ”parece que se ha ido… pero no es cierto”.
Me refiero -si bien no muy claro está- a la célebre psiquiatra y “tanatóloga” suiza Dra. Elisabeth Kubler Ross (1926-2004) poseedora de veinticinco doctorados “Honoris Causa” otorgados por las más importantes universidades del mundo, amén de la autoría de diversos libros de su especialidad, traducidos a todos los idiomas de la Tierra.
Esta admirable, bondadosa y sabia mujer, consagró su vida a asistir y consolar a los enfermos terminales -en especial niños- así como a sus atribulados familiares, a quienes supo prodigar el bálsamo de la fe religiosa y la valerosa conformidad que debe hacernos acompañar cuando enfrentemos a lo inevitable.
En su condición de psiquiatra profesional, la gran Elisabeth, creó la especialidad que denominó “Tanatología”, atendiendo al nombre de la diosa griega de la Muerte, es decir “Thanatos”, cuyo impulso nos habita y a veces se manifiesta en ese misterio de la autodestrucción que explica los vicios y las conductas de riesgo que a veces asumimos sin que nadie pueda saber porqué.
Sigmund Freud lo intentó contraponiéndolo al Ágape de la diversión elusiva y al Eros de la pulsión sexual-amorosa.
Pero volviendo a la Dra. Kubler Ross, ella intuyó desde la infancia que había un “más allá” tras los velos de nuestro instante final y en su condición de atea, resulta aun más admirable, su vocación de solidaridad y consuelo hacia quienes se asoman al final de la vida.
En principio, la citada doctora hizo algunas anotaciones en su diario profesional, consignando “las extrañas alucinaciones” de niños enfermos de cáncer terminal, que al aproximarse a la muerte, decían ser visitados por abuelos, padres, o amiguitos fallecidos tiempo atrás.
En algunos casos, estos visitantes fantasmales eran ángeles, o se decían “emisarios”, si bien nunca decían de quién.
Con el tiempo, la Dra. Kubler Ross ya no sólo se limitó a escuchar historias sobre estos seres “fantásticos”, sino que empezó a “verlos”, compartiendo sus diálogos con los pequeños enfermitos.
Así llegó a construir una teoría, según la cual, al morir, todos abandonamos la materia, para convertirnos “en una especie de mariposas que vuelan hacia la Eternidad”.
La doctora estaba casada con un también psiquiatra norteamericano, con quien compartía oficio en un prestigioso hospital de Nueva York.
Sus colegas, sin embargo, sólo se referían a “la suiza”, para barrenarse la sien con el índice y asistir a sus conferencias sobre la muerte y el “más allá”, para divertirse un poco.
El asunto llegó tan lejos, que cierta tarde, la Dra. Kubler, cansada de las burlas, convocó a los demás médicos a una reunión, a lo largo de la cual explicó que ya no promovería más sus comprobaciones, ni volvería a hablar de su recién inventada “Tanatología”.
Saliendo de la sala, se le acercó una dama vestida a la vieja moda y le solicitó una entrevista. Una vez a solas, la extraña visitante le dijo que “tenía el encargo” (tampoco, dijo de quién), de pedirle que continuara con sus conferencias y que, sobre todo, no dejara su misión de asistencia y consuelo a los enfermitos terminales, y mucho menos a los familiares de éstos.
“Disculpe, pero me parece conocerla…, ensayó la Dra. Kubler.
“Claro que me conoce. Usted me ayudó a bien morir hace diez años”, respondió la interrogada, que enseguida desapareció.
Cierta, o inventada como refuerzo a sus afirmaciones, la psiquiatra vio correr de boca en boca esta historia, sin esforzarse por desmentirla o confirmarla.
Lo cierto es que continuó su labor humanitaria y cuando le llegó el retiro, levantó con sus ahorros un centro asistencial en un rancho de California, donde brindaba asilo y “bien morir” a gente sin hogar ni familia, a la que daba, además, la posibilidad de asistencia religiosa, ”cualquiera que fuera su fe”.
Los rancheros vecinos vieron esta obra de manera intolerante e incluso un predicador luterano afirmó desde el púlpito dominical, que “eso de hablar con los muertos, era cosa del Demonio”.
Y un día terrible, cuando Elisabeth se aproximaba al hospicio a bordo de su camioneta, vio esfumarse en fuego y humo lo que le había costado tanto sacrificio construir. Sus vecinos, se lo habían incendiado.
Contrariamente a lo que se pudiera creer, ella vio en esto “una gran señal”, y no obstante su avanzada edad, volcó su trabajo, su devoción y sus conocimientos, a los abandonados en hospitales de beneficencia, sin cobrar jamás un solo dólar.
“A través de su desgracia, había encontrado la luz de Dios”, dice uno de sus biógrafos, explicando esta tardía aproximación a la fe, de una mujer que sin saberlo, o proponérselo, había vivido como una santa.
Será por eso que pudo afrontar su propia muerte con serenidad e hidalguía.
Haya paz en su tumba.
En fin, siendo como es, una prolongación de la vida, en otros planos, yo comprendo la muerte, como el desarrollo de un libreto escrito por un poder supremo y por eso no me hago paltas con el asunto, mientras no caiga el telón.
Quisiera sí, que llegado el momento, la retirada de escena sea a la criolla. Es decir, “de un solo valse pero bien cantado”. O dicho en crudo, de un rico infarto que cumpliendo la tradición familiar acabe con mi cuento,”taurinamente”, de una entera que baste, ahorrándome el dramón de esas agonías largas y sin remedio que tanto gustan a las fans de las telenovelas.
El evento velatorio, podría ser sin lutos ni llantos, en un ambiente de gran jarana a cargo del “Musical Tipuani” que es el club de toda mi vida, con buenos cantores y mejores guitarreros, antes de la parrillada final, porque yo no transo con entierros ni agusanamientos.
Parafraseando “El Pirata”, así como he vivido, al azar quiero irme…”.
Y que se recuerde por siempre que tal como hubo y hay “mujeres de vida alegre”, yo he sido, soy y seré…”un hombre de vida alegre”.
Mejor así. Más sabe El Diablo”.
http://www.cronicaviva.com.pe/index.php/component/content/article/74-ojo-humano/24105-cuestion-de-vida-y-muerte
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